El próximo 16 de enero se va a presentar el segundo y último volumen de la biografía del cardenal Marcelo González Martín (2018-2004) -arzobispo de Toledo en los difíciles años de la Transición-, en la Parroquia del Buen Suceso de Madrid, a las 19.30h. Algo conozco sobre el personaje, ya que publiqué hace poco una amplia monografía sobre su visión de El alma católica de España, que ya va por la 2ª edición.
Se ha dicho con razón que Don Marcelo vuelve a estar de moda. Además, su estudio está abriendo nuevas perspectivas a los historiadores de la Iglesia sobre aquellos años. Incluso se ha iniciado una autocrítica sobre si los eclesiásticos de entonces no fueron acaso un poco ingenuos cuando dialogaban con los políticos del momento. De aquellos barros vinieron estos lodos…
Don Marcelo fue un regalo que Dios hizo a la Iglesia, con un liderazgo que nos admira y fortalece más allá de su muerte. Su criterio, sin embargo, de cómo debía navegar la Iglesia en las nuevas aguas españolas, fue minoritario dentro del episcopado. Ojalá hubiera más que le hubieran hecho caso, porque con su mirada ungida y profunda vio más que los demás, vio antes que los demás y vio más allá que los demás.
El cardenal partía de que España había nacido en el III concilio de Toledo, cuando el rey Recaredo se convirtió del arrianismo al catolicismo y unió a los pueblos hispanorromano y godo en uno solo. El alma católica de España tenía su raíz en este acontecimiento.
También pensaba en España desde su alma católica al tratar la cuestión de la Hispanidad, por lo que aprovechó la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América para darle un efecto pastoral y procuró que las relaciones entre Toledo y América tuvieran una continuidad histórica, adquiriendo carta de naturaleza misionera.
Afrontó desde la fe el sufrimiento del alma católica de España durante la II República y la Guerra Civil. Un acto de reparación de aquel dolor fueron, para él, las beatificaciones de los mártires. El empeño con que se situó en la vanguardia de esta reclamación ante la Santa Sede no nacería tan solo de un homenaje de hornacina, sino para alentar a los católicos actuales con el testimonio de aquellos que habían entregado su sangre a Dios, a la Iglesia y a la España católica. La historia de España se convertía aquí para Don Marcelo en el marco de un plan pastoral para la formación de sus seminaristas.
Durante la época de Franco entendió el alma católica de Cataluña dentro del alma católica de España, y aceptó con olfato pastoral la provocación que un Estado confesional y sus formas jurídicas suponían para una fe que trasciende la historia. Durante el postconcilio lamentó que la falta de definición hubiese penetrado también en obispos y sacerdotes. Es entonces cuando al convertirse en el Primado alza la voz y dice: “El pueblo cristiano tiene derecho a una Iglesia que le ofrezca la paz, no la turbación de la polémica continuada […]. El pueblo tiene el derecho de hallar en sus pastores una guía segura”.
Vivió marginado en la década de los setenta por quienes le acusaban de interpretar la historia de España con una nostalgia improductiva. El punto de inflexión llegó en la década de los ochenta cuando Juan Pablo II mostró una total sintonía con su teología de la historia.
Don Marcelo también creía que el alma católica de España tenía un sitio en la actual democracia española. Cristo seguía siendo Rey de las Naciones y Señor de la Historia, y la Iglesia continuaba siendo el lugar de la experiencia de lo sagrado en una España aconfesional. Había que participar en las estructuras del nuevo régimen desde la esperanza. Que el hecho religioso estuviese presente en un pueblo democrático hacía a la sociedad más humana. Así, la función de la Iglesia en la sociedad plural era rejuvenecerla con la presencia de lo sobrenatural y completar las carencias de la ética social con su experiencia de lo divino. Por eso en la nueva España había que dejar a la Iglesia un espacio para lo que ella podía aportar específicamente: el anuncio de Jesucristo. La Iglesia en la Transición debía favorecer la concordia, pero sin perder la identidad.