Peor aún, otros más tienen la insana costumbre de juntarse con un hombre o con una mujer sin establecer siquiera un contrato civil.
Antes de la “Caída”, seguimos leyendo el Libro del Génesis, Adán y Eva se miraban con un profundo amor, desprovisto de todo egoísmo y, estando desnudos no se avergonzaban el uno del otro. Se entregaban mutuamente, sin condición alguna. Eran una sola carne y un solo espíritu, como ahora lo son el hombre y la mujer que contraer el Sacramento del Matrimonio que – necesario es repetirlo – no es una
institución humana.
El mensaje que al respecto nos ha dado Cristo Nuestro Señor es claro. Un Matrimonio cristiano no es un contrato que se negocia a voluntad, es un convenio. Debemos decir por lo tanto que un contrato es un intercambio de bienes y servicios. Un convenio es un intercambio de personas; es decir, “lo mío es tuyo y lo tuyo es mío”, en donde el
concepto “mío” es una reciprocidad y una gran responsabilidad.
Todo lo anteriormente escrito suena encantador en teoría y varias veces nos hemos referido a las fantasías o utopías.
Para Adán y Eva, antes de la “caída”, fue fácil amarse a la perfección. Después de la desobediencia hecha a Dios y hasta nuestro mundo actual, resulta sencillo confundir una relación marital, en muchas ocasiones tan llena de concupiscencia, placer por el placer mismo, de batallas de unos contra otros, en resumen, la imperfección
misma.
Por todo lo dicho, es de recomendar que nos amemos los unos a los otros, como Dios nos ha amado, como Cristo ama a Su Iglesia.
Pidamos la gracia de Dios para trabajar arduamente en ello.