Algunos atribuyen esta hermosa oración a San Ignacio de Loyola; otros a Santa Teresa de Ávila y otros más a ciertos escritores del Siglo XVI. No hay datos auténticos que corroboren esas afirmaciones.
Sin embargo, para propósitos del presente tema, podemos iniciar esta reflexión citando lo siguiente:
“No me mueve, Señor, para quererte el Cielo que me tienes prometido. Ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte”
¿Qué es lo que nos mueve para amar a Dios? Si es por el Cielo que podemos alcanzar, de cierta manera somos muy interesados. Y si nuestra intención es dejar de ofenderlo, que no sea por temor a ser castigados con el fuego eterno.
El poema aludido continúa diciéndonos: “Muéveme Tu, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme Tu afrenta y Tu muerte”.
Sabemos muy bien que Cristo quiso obedecer al Padre, haciéndose uno igual a nosotros en todo, menos en el pecado, Y por esa obediencia y por ese Amor a Su Padre y a la Humanidad entera, quiso padecer una muerte cruel y vergonzosa, para devolvernos, precisamente, la Amistad con el Padre. En resumen, para redimirnos.
También nos viene a la memoria una frase que dice: “Amor con amor se paga” y es eso lo que nos debe mover amar a Dios. Retribuir en parte esa demostración que Cristo hizo es la más grande forma de agradecerle ese sacrificio.
«Sabemos muy bien que Cristo quiso obedecer al Padre, haciéndose uno igual a nosotros en todo, menos en el pecado, Y por esa obediencia y por ese Amor a Su Padre y a la Humanidad entera, quiso padecer una muerte cruel y vergonzosa, para devolvernos, precisamente, la Amistad con el Padre. En resumen, para redimirnos.»