“Doce voces para un solo anuncio: esperanza”. Los santos explican el fin de los tiempos y el camino fiel para vivirlo
27 de octubre de 2025
Lejos de alimentar el miedo, la tradición de la Iglesia —Escritura, magisterio y santos— ofrece una brújula para los tiempos convulsos. A partir de testimonios que van desde San Hipólito y San Juan Damasceno hasta Santa Brígida, Santa Hildegarda, Santa Margarita María, Santa Faustina y San Juan Pablo II, se dibuja una misma certeza: Dios no abandona a su pueblo y prepara, por medio del Corazón de Cristo y del Corazón Inmaculado de María, un itinerario de conversión, resistencia y consuelo para la Iglesia entera.
"No se nos pide adivinar el futuro, sino permanecer con Cristo y con María: ahí está la victoria"
Señales que no paralizan, sino que despiertan
Ya lo advertía el entonces cardenal Karol Wojtyła en 1976: la Iglesia está llamada a atravesar su propia pasión, como su Señor. San Pío X, en E supremi, añadió el contrapunto de la fe: la victoria pertenece a Dios. A la luz del Evangelio (Lc 21, 28), los santos leen los signos no como un catastrofismo paralizante, sino como una invitación a levantar la cabeza.
San Hipólito, padre de la Iglesia, lo expresó con claridad: el que vive distraído en la vorágine mundana se vuelve presa fácil del engaño; quien, en cambio, guarda y rumia las Escrituras, discierne la impostura y busca al “Amigo del hombre” con corazón contrito. La “alarma” cristiana no es histeria; es vigilancia que nace de la Palabra y desemboca en súplica perseverante.
Conversión extendida y testigos preparados
Las grandes místicas y beatos de siglos diversos apuntan a un movimiento de gracia previo a la gran tribulación. Santa Brígida habló de puertas de la fe abiertas a los paganos; la beata Anna María Taigi auguró el regreso de pueblos enteros al seno de la Iglesia. ¿Cómo? La tradición ubica en ese escenario la misión de Enoc y Elías: San Juan Damasceno y Santa Hildegarda describen a estos testigos enviados por Dios para confrontar el error, conmover conciencias y sostener a los fieles con signos y palabras encendidas por el Espíritu. Este despertar no excluye la prueba: habrá martirio, advierte Hildegarda, pero también una fecundidad sobrenatural que ninguna violencia podrá sofocar. La Iglesia aprende a mirar así la historia: no como una sucesión de amenazas, sino como un parto donde el dolor no anula la promesa.
Dos corazones para el combate: Misericordia y Consagración
Si algo subrayan los santos de los últimos siglos es la urgencia de refugiarse en el Corazón de Jesús y en el Corazón de María. A través de Santa Margarita María, Cristo ofreció su Sagrado Corazón como “último esfuerzo” de su amor para los tiempos recios, con promesas que sostienen la reparación, la perseverancia y la paz interior. En Santa Faustina insiste: antes del día de la Justicia, abre el “Día de la Misericordia” para sanar a la humanidad doliente.
María aparece como ayuda decisiva. Desde Fátima, pasando por la enseñanza de San Juan Pablo II, hasta San Luis María Grignion de Montfort, la Iglesia reconoce un designio: Cristo quiere vencer “por medio de Ella”. La consagración al Inmaculado Corazón, el Rosario cotidiano y la vida sacramental no son devociones accesorias, sino disciplina de combate para el presente. Montfort es tajante: la humildad de los “pequeños de María” aplasta el orgullo del Enemigo.
Así, el horizonte no es el teatro del miedo, sino la esperanza operativa: estudio de la Palabra, confesión frecuente, Eucaristía, caridad concreta, reparación y oración del Rosario. La promesa final resuena con fuerza: “Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará”.
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