El Papa León XIV llama a los consagrados a vivir como San Francisco de Asís: pobres, mansos y hambrientos de santidad

10 de octubre de 2025
Vocacion

Durante la Misa del Jubileo de la Vida Consagrada celebrada en la Plaza de San Pedro, el Papa León XIV exhortó a religiosos y religiosas de todo el mundo a volver a la sencillez radical del Evangelio. Inspirado en el espíritu de San Francisco de Asís, el Pontífice pidió a los consagrados ser “pobres y hambrientos de santidad”, testigos de la gratuidad de Dios en una sociedad marcada por la autosuficiencia y el ruido interior.


“El Señor es todo. Sin Él, nada existe, nada tiene sentido, nada vale.”

«Sed verdaderamente pobres y hambrientos de santidad, porque sólo los que nada poseen pueden ser colmados de Dios»

Un Jubileo para renovar el alma consagrada



El Jubileo de la Vida Consagrada, celebrado del 8 al 9 de octubre en Roma, reunió a miles de religiosos, religiosas, monjes, consagradas seculares, eremitas y miembros del Ordo virginum, procedentes de distintos rincones del mundo. Fue una auténtica fiesta del Espíritu, donde los carismas diversos convergieron en una misma alabanza.


El Papa presidió la Eucaristía conclusiva en la Plaza de San Pedro, rodeado por una multitud de hábitos y corazones consagrados. En su homilía, tomó como punto de partida las palabras del Evangelio según San Lucas: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá” (Lc 11,9).


Con voz pausada, invitó a todos los presentes a redescubrir el sentido más profundo de los votos religiosos, explicando que “pedir, buscar y llamar” son gestos de una vida completamente entregada al Padre. “Vivir los votos —dijo— es abandonarse como niños en los brazos de Dios, reconociendo que todo es don, todo proviene de su amor”.


El Pontífice animó a los consagrados a mirar atrás, a los inicios de sus congregaciones, de sus fundadores y de su propia vocación, “para hacer memoria agradecida de la bondad divina que los ha elegido desde siempre”. En este recordar, añadió, se hace presente el estilo del mismo Jesús, “que siendo rico, se hizo pobre por amor a nosotros”.


“El consagrado no se pertenece; es memoria viva del amor gratuito de Dios en el corazón del mundo.”


El eco del Poverello: el llamado a la pobreza y la confianza total

El mensaje de León XIV resonó como un eco contemporáneo del espíritu de San Francisco de Asís, el santo que transformó el cristianismo medieval con su radical testimonio de pobreza y fraternidad. Como el Poverello, el Papa instó a los religiosos a no temer el despojo, porque solo el corazón vacío puede llenarse de Dios.


“Ser verdaderamente pobres, mansos, hambrientos de santidad, misericordiosos y puros de corazón”, exhortó el Pontífice, recordando las Bienaventuranzas como el retrato vivo de la vocación consagrada. “De aquellos —añadió— el mundo conocerá la paz de Dios.”


Francisco de Asís encarnó esa pobreza como un modo de amar y de liberar, no como una renuncia triste, sino como una apertura total a la voluntad divina. De igual modo, el Papa invitó a los religiosos a vivir la obediencia no como imposición, sino como búsqueda, “abriéndose cada día al camino que Dios les señala para alcanzar la santidad”.


León XIV destacó también el valor de la castidad, entendida no como negación del amor humano, sino como expresión del amor universal de Cristo, que abraza a todos sin excluir a nadie. En esa entrega libre y fecunda, dijo, “el consagrado se convierte en un signo vivo del amor de Dios en el mundo”.


El Santo Padre recordó que “la historia de la Iglesia demuestra que toda experiencia profunda de Dios genera una ola de caridad y esperanza”. Así ocurrió con San Francisco, cuya contemplación del Crucificado lo llevó a reconstruir la Iglesia, no con piedras, sino con corazones.


El corazón pobre que lo espera todo de Dios


En un pasaje central de su homilía, el Papa León XIV meditó sobre el sentido teológico del corazón humano, recordando que la auténtica plenitud no proviene de las cosas, sino del encuentro con Dios. “El Señor es todo —dijo—. Lo es como Creador, como amor que llama, como fuerza que impulsa y anima a la donación. Sin Él, nada vale.”


Citó a San Agustín, quien afirmaba que “el corazón del hombre está inquieto hasta que descansa en Dios”, para invitar a los consagrados a cultivar una vida interior profunda, sostenida por la oración y el silencio. “En un mundo de ruido y dispersión —advirtió—, vuestra vocación es un grito silencioso que recuerda al hombre su sed de infinito.”


El Pontífice también quiso dirigir su mirada a los tiempos difíciles que atraviesan muchas comunidades religiosas, señalando que incluso las pruebas y el sufrimiento son parte del abrazo providente de Dios. “Él purifica la fe, multiplica los talentos, y hace más generosa y libre la caridad, también a través del crisol del dolor”, aseguró.


En este sentido, evocó la imagen de San Francisco estigmatizado en el monte Alverna, como símbolo del amor que se hace uno con Cristo crucificado: “El consagrado debe dejar que el amor de Dios le marque el alma como el fuego deja huella en la madera”.


“El consagrado no busca éxitos ni recompensas: busca parecerse a Cristo, que amó hasta el extremo.”


Testigos del Reino: consagrados para los bienes eternos


En la última parte de su homilía, el Papa invitó a mirar la dimensión escatológica de la vida consagrada, esa tensión entre el ahora y la eternidad que define el alma cristiana. Recordó que el Concilio Vaticano II enseña que los consagrados son testigos de los “bienes futuros”, es decir, anticipo visible del cielo en la tierra.


“Estáis llamados a mantener viva la nostalgia de Dios”, afirmó el Pontífice, “a mostrar con vuestra vida que el cielo existe, que la eternidad no es un sueño, sino la promesa cumplida de un amor sin fin.”


Citando a Pablo VI, León XIV exhortó a conservar “la sencillez de los pequeños del Evangelio”, encontrando la alegría en el trato íntimo con Cristo y en el servicio humilde a los hermanos. “Conoceréis entonces —añadió— el rebosar de gozo del Espíritu Santo, que es propio de quienes han sido introducidos en los secretos del Reino.”


El Papa advirtió contra la tentación del desencanto, ese pensamiento que considera “inútil servir a Dios”, y que conduce a lo que llamó “una parálisis del alma”. Frente a la superficialidad moderna, exhortó a los consagrados a ofrecer al mundo un testimonio de amor sólido, “porque el corazón humano no se sacia con modas ni placeres fugaces, sino con experiencias de amor duradero.”


La homilía concluyó con una súplica que evocó el espíritu franciscano: “Sed lámparas encendidas que iluminen con la luz de Cristo; sed manos que curan, palabras que consuelan, corazones que aman sin medida.”


Un mensaje que renueva la esperanza de la Iglesia


El Jubileo de la Vida Consagrada ha sido, en palabras del propio Papa, “una pausa de gracia en el camino de la Iglesia”. En una época en la que muchas comunidades afrontan el envejecimiento y la falta de vocaciones, el testimonio del Pontífice quiso reavivar la llama de la llamada, recordando que la santidad no envejece ni caduca, sino que florece en todo tiempo.

La multitud reunida en la Plaza de San Pedro, un mosaico de hábitos blancos, grises, marrones y negros, se convirtió en una parábola viva de la Iglesia universal, esa familia diversa unida en un mismo amor. En los rostros de monjas contemplativas, frailes misioneros, jóvenes consagradas y ancianos monjes, se reflejaba la promesa del Evangelio: “quien deja todo por Él, lo gana todo”.


Y así, bajo el cielo romano, resonaron las palabras que resumen el corazón del mensaje pontificio y que bien podrían haber salido de los labios de San Francisco de Asís:

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