Santa Isabel de Hungría: la princesa que renunció a todo para vivir el Evangelio hasta las últimas consecuencias
19 de noviembre del 2025
Conmemorando su fiesta litúrgica cada 17 de noviembre, la figura de Santa Isabel de Hungría vuelve a resonar con fuerza en un mundo necesitado de referentes de entrega y coherencia. Esta joven princesa del siglo XIII, nacida en cuna real pero marcada por un corazón profundamente evangélico, dedicó su vida a los enfermos, a los pobres y a los olvidados, convirtiéndose en un faro de caridad radical y valentía espiritual. Su historia, breve pero inmensa, sigue iluminando a quienes buscan en la fe un camino para transformar la vida cotidiana.
“Santa Isabel nos recuerda que servir a Cristo en los pobres no es opcional: es un modo concreto de vivir el Evangelio en toda su radicalidad”.
Una princesa que descubrió a Cristo en el rostro del pobre
Isabel nació en 1207, hija de la realeza húngara, pero desde niña se distinguió por su sensibilidad hacia los más vulnerables. No tenía reparos en visitar enfermos, aliviar presos o repartir pan entre los hambrientos, aun cuando su condición social parecía exigirle una vida cómoda y distante de las necesidades del pueblo. Comprometida desde la infancia con Luis de Turingia, comprendió desde joven que el poder no era privilegio, sino responsabilidad: una oportunidad para hacer el bien y servir con generosidad.
Lejos de dejarse arrastrar por el lujo propio de la corte medieval, adoptó una vida austera y denunció abiertamente los excesos de los nobles. Su forma de vestir, sencilla y sin ostentación, se convirtió en su particular manera de recordar que la grandeza auténtica no reside en la riqueza, sino en la compasión.
Cuando la hambruna golpeó Turingia, Isabel no dudó en distribuir el grano reservado para la casa real, un gesto que provocó críticas pero también confirmó su determinación: ningún privilegio podía anteponerse al sufrimiento de los necesitados.
Compromiso franciscano y entrega absoluta al servicio
La santa fundó hospitales y acudía personalmente a atender a los enfermos, lavando heridas, repartiendo alimentos y consolando a quienes nadie más visitaba. Para sostener estas obras, vendió joyas, vestidos y bienes personales, destinando incluso parte de sus recursos a la educación de huérfanos. Su opción de vida anticipaba, sin saberlo, la espiritualidad franciscana.
Como explica María José Píriz Santos, Ministra Nacional de la Orden Franciscana Seglar de España, Isabel vivió “franciscanamente” antes incluso de conocer el movimiento. Su deseo de dedicarse por completo a los pobres la llevó a acercarse a los frailes menores, quienes la ayudaron a descubrir que sus aspiraciones coincidían plenamente con el espíritu de San Francisco de Asís.
Tras la muerte de su esposo, enfrentó disputas internas en la corte y fue expulsada del castillo junto a sus tres hijos. Asegurado su futuro, Isabel tomó el hábito de la Tercera Orden Franciscana, viviendo como una humilde beguina y dedicándose por entero al servicio desinteresado. Su vida se convirtió en un testimonio laical de radicalidad evangélica: oración constante, caridad ilimitada y confianza absoluta en Dios.
Una fe que ilumina: valentía, renuncia y un legado vivo
Quienes la conocieron afirmaban que, cuando se recogía en oración, su rostro parecía brillar, como si una luz divina la envolviera. Para Isabel, la oración no era un refugio intimista, sino un impulso que la llevaba a amar más y mejor. Era, como destaca Píriz, “una mujer valiente que no se dejó intimidar, generosa hasta el extremo y dispuesta a entregar su vida a los necesitados”.
Renunció a comodidades, a su título e incluso a permanecer junto a sus hijos para abrazar una vida de pobreza evangélica. Murió a los 24 años, desgastada por la austeridad y el servicio incansable. Su muerte provocó un profundo dolor entre el pueblo sencillo, que la había conocido como “madre de los pobres”. Tan grande fue su fama de santidad que la Iglesia la canonizó apenas cuatro años después.
Uno de los relatos más conocidos sobre su tránsito narra que, en el mismo día de su muerte, un fraile que sufría una fractura vio aparecerse a Isabel envuelta en un vestido resplandeciente. Al preguntarle por qué estaba tan bellamente ataviada, ella respondió: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra”. El religioso, obedeciendo su indicación, estiró el brazo… y lo encontró completamente curado.
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