Un Pilatos de pelo azul

01 de mayo de 2025
Un pilatros de pelo azul
El otro día, uno de mis alumnos alzó la mano en clase para arrojarme con inocente rebeldía la pregunta por antonomasia, esa que ha acompañado al hombre a lo largo de su historia y de la que, paradójicamente, más huye el hombre de nuestro tiempo: “pero profe, ¿Cómo puede saber que eso que afirma es verdad?”.

Por un momento me pareció estar ante Pilatos, con un rostro rejuvenecido y el pelo pintado de azul, cuando le preguntaba a Jesús su histórica frase: “¿Qué es la verdad?”. Han pasado más de dos mil años y seguimos en las mismas. ¿Por qué? ¿Por qué no podemos resolver una pregunta aparentemente tan sencilla? ¿Por qué la historia parece repetirse una y otra vez? Muy sencillo: la historia se repite porque la lucha en el corazón del hombre siempre ha sido y siempre será la misma: la de la verdad frente a la mentira, la luz frente a la oscuridad, ser valiente o un cobarde, dar la cara o salir corriendo, mirar para otro lado o responder…

En honor a la verdad, he de reconocer que la pregunta hizo tambalearme por un instante, porque si bien la historia se repite, yo no soy Dios, y el silencio solo es una respuesta válida si tú resultas ser la Verdad misma. Tampoco podía evadir la pregunta, lavándome las manos de esa pegajosa responsabilidad que tanto molesta hoy día, respondiendo con falsa humildad aquello que oigo por todas partes, eso de que “la verdad es relativa”, que “cada uno tiene su verdad”, que “en realidad, todo depende”. Yo, en cambio, intento luchar contra el Pilatos que hay en mí. De esos ya tenemos muchos, hasta con el pelo pintado de azul. Solo quedaba una salida: me tocaba asumir todo el peso de la historia y responder.

Es muy posible que lo que viene a continuación no te resuelva nada en absoluto. Es más, puede que te suene a mera palabrería, una paradoja incomprensible, o peor aún, una pérdida de tiempo. Casi te invitaría a que dejaras de leer, si no fuera por un pequeño detalle. Pues bien pudiera ser que lo que viene ahora te cambie la vida para siempre. Y esto sí depende de ti, gracias a Dios, pues ¿Qué cambio de vida sería ese si fuera yo quien te la cambiara? Para ello tienes que hacer una sola cosa, aunque reconozco que es la más difícil: olvidarte de ti mismo, pues la verdad que hay en ti no está hecha para ti, sino para los demás. He aquí su primer rasgo.

«Cristo mismo es la verdad. «Yo soy el Camino, La Verdad y La Vida» (Juan 14-6). Y fuera de Él no hay vida, ni salvación ni verdad alguna. El ser humano vive en una constante búsqueda de la verdad, y cuando se deja encontrar, amar, mirar por Cristo, su vida cambia por completo y como decía San Agustín: Te buscaba tanto por fuera y en verdad estabas tan dentro… Mi Corazón no descansa hasta que descanse en Tí.»

¿Pero qué es la Verdad?, me preguntarás: la Verdad, querido joven sin sentido, es el secreto para dar sentido a tu vida. Sé lo que estás pensando, apenas hemos comenzado y ya te desvelo el desenlace de nuestra historia. Tranquilo, cambia ese rostro de perenne decepción que te caracteriza, porque a pesar de lo que piensas, las buenas historias comienzan por el final. De hecho, la mejor de todas ellas nos reveló el final de los finales, lo que nos espera en la siguiente vida, y no por ello la de ahora dejó de serlo. Más bien todo lo contrario.

También sé que esta respuesta no es ninguna novedad y eso te decepciona aún más, pues has hecho de lo nuevo tu verdad. Piensas que es lo nuevo lo que te salvará: una nueva escapada, una nueva casa, un nuevo trabajo, una nueva pareja… ¡La clave es reinventarse! Dime, self-made-man, ¿cómo te ha funcionado todo eso hasta ahora?

Yo, en cambio, te propongo la cosa más vieja que puedas encontrar, tan vieja como que ya estaba allí incluso antes de que el hombre fuera hombre y que le ha acompañado después durante toda su existencia. Pero a la vez es también la cosa más nueva y original, la única novedad que te renueva en lugar de distraerte, pues la Verdad seguirá presente cuando nosotros hayamos pasado.

No frunzas el ceño, ya te lo advertí. La Verdad es así, tan paradójica como tu cobarde huida, tan vieja y tan nueva como tan fácil y tan difícil. Mira, la verdad es tan fácil de comprender porque, en realidad, todos sabemos lo que es: eso que está justo ahí, como nuestra sombra, como el reflejo en el espejo, lo único de lo que no podemos escapar, pues es precisamente de lo que estamos hechos. Pero a la vez resulta que es la cosa más difícil, porque en realidad, la Verdad es mucho más grande que nosotros, justamente su segundo rasgo. Es el reflejo, sí, pero también es el espejo, la habitación, la casa entera y todo lo que hay fuera. Y tú pretendes que yo, una parte ínfima e imperfecta, te explique ese todo infinito y magnífico. ¿No será más lógico que sea el todo el que nos explique a nosotros? Otra prueba más para tu ego; pero no te detengas, sigue leyendo.

En efecto, la Verdad no se puede abarcar, y claro, mucho menos hacerle justicia con unas torpes palabras. Intentar definirla sería algo así como querer mirar al sol directamente: su resplandor nos ciega, pero sin él quedamos a oscuras. Es decir, que la Verdad no se ve directamente, pero sin ella no podemos ver. Lo que intento decirte es que la Verdad no existe para ser descrita en un artículo, ¡sino para ser vivida! Apunta este, su tercer rasgo, pero no lo hagas en un trozo de papel, sino en tu corazón.

Solía decir San Agustín que si no le preguntas qué hora es, la sabe perfectamente, pero si le preguntas por ella, no sabe qué decirte. Algo así sucede con la Verdad. Todos la conocemos y sin embargo ninguno es capaz de precisar con claridad. No te desanimes, no permitas que los árboles te impidan ver el bosque, no confundas precisión y certeza con verdad, no la reduzcas a una fórmula científica ni a una filosofía donde encajen todas tus faltas, para que tú sigas faltando. Tu vida, al igual que la Verdad, es mucho más que eso.

Si aún sigues conmigo te habrás dado cuenta de que estoy intentando convencerte de lo único que solo tú puedes convencerte. Y este es justamente el rasgo más bello que la Verdad en mayúsculas contiene y que no se observa en ninguna otra verdad: que uno solo puede llegar a Ella por sí mismo; que, como el verdadero amor, solo aparece cuando creemos en él. Por eso la Verdad se esconde, para mejorarnos, porque no quiere la vanidad del que prueba y confirma sino el amor del que busca sin descanso.

Ese es el auténtico hombre rebelde, el que alza las manos al cielo, no para cuestionar, como mi Pilatos adolescente, sino para cuestionarse, o lo que es lo mismo, para buscar la Verdad y rendirse ante Ella en una acto de absoluta entrega y libertad. Pues la Verdad no sirve de nada si no somos nosotros quien le servimos a Ella, su último rasgo.

Toda esta gran paradoja que te he ido contando solo cobra sentido cuando entendemos que no estamos aquí para preguntar sino para responder, y que dicha respuesta no significa nada si no abarca toda nuestra vida. ¡Eso sí que está a nuestro alcance! Entonces, y justo entonces, aparece ese Rostro que aún apenas intuimos, con todos sus rasgos, un Rostro vivo y real que mira nuestra perenne decepción con eterna paciencia y con eterno amor, esperando a que Le reconozcamos, para así reconocernos por fin, tal y como somos…

Y tú, joven sin sentido, ¿Qué respondes?

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